soñando despierto
hay magia allá afuera, y a veces, si tenemos suerte, logramos sentir cómo nos recorre la piel y nos enciende el alma.
Los niños soñaban despiertos que jugaban en el jardín, entre perros, juguetes y piñatas, creando mundos que alzaban castillos de aire en nubes de fantasía.
Los abuelos soñaban despiertos que descansaban tomando café, rodeados de los que vinieron después, su legado de reflejos que hace tiempo llevaban de la mano, repitiendo historias de vida.
Nosotros, los de en medio, soñábamos despiertos que recordábamos las reglas de aquel juego que algún día también nos hizo felices y que luego, sin previo aviso, entre el recreo y la hora de dormir, dejamos para no volver a jugar más. Imaginamos también la sensación de llegar al atardecer de la vida, algo cansados pero llenos de las historias que tanto nos arrugan la piel.
Ahora, mirando hacia ambos lados, me parece que el camino entre la niñez y la vejez es más estrecho de lo que parece, que va derecho y luego, como que se curvea, delineando así un círculo casi perfecto. Quizás por eso, ahora que me encuentro en medio, me pregunto en qué momento dejamos de soñar despiertos.
De pequeño, vivía sin darme cuenta, casi exclusivamente en el presente. Se me escapaba, en la inocencia de mi niñez, el concepto del pasado y el futuro. Al ir creciendo esto cambió y hace no mucho tiempo, por momentos, divagaba casi enteramente entre la nostalgia del ayer y la ansiedad del mañana, entre lo que fue y lo que esperaba que llegara a ser.
También noté cómo, curiosamente, al dejar atrás la inocencia de mis primeros años, lentamente se volvía a asomar la imagen de aquel niño que, con timidez, desbordaba emociones e imaginación. Ese niño que, en algún punto, se vio obligado (como muchos otros) a crecer antes de tiempo. A preocuparse por cosas que, en realidad, poco importan. A dejar de creer que todo es posible. Ese que, alguna vez, soñó con convertirse en un héroe verdadero.
Aquel que, por un tiempo, perdió un poco de su brillo dentro de mí, observando cómo la vida pasaba, casi esperando el momento de volver a salir a jugar, ahora con nuevos amigos. Versiones más viejas de ese niño que, a pesar de tener voces un poco más grave y diferentes siluetas, aún llevan su mismo nombre y sus mismos ojos.
En enero cumplí 31 años. Celebré rodeado de familia y del característico frío que vuelve eternos los primeros días del año. Esta vez no hubo fiesta hasta el amanecer ni escape a la playa. En cambio, mi cumpleaños 31 fue la culminación de una pausa que necesitaba, la suma de semanas en casa acompañado de mis personas favoritas, esas que me vieron crecer y soñar despierto.
Fue una celebración que sentí desbordarse desde semanas atrás, poco a poco, llenándome de apapachos y abrazos el corazón y el alma de vida y calor. El regalo perfecto. Quizás por eso, a diferencia de otros cumpleaños, donde aparece el miedo de sentir que se me va el tren de la vida, lo pasé en paz y feliz, aceptando que nunca me he sentido más yo que hoy. Creo que por fin entendí que no se trata de correr detrás del tiempo, sino de vivirlo y sumergirse en sus aguas mágicas y profundas.
Es extraño, la falta de una vida infinita me ha causado mucha ansiedad en el pasado. Tantas cosas por hacer y por ver, y miles de preguntas sin respuesta. Ahora pienso que, en parte, mi fascinación por las historias es una de las raíces de esta angustia por vivir más, distinto y mejor. Al consumir universos tan bellos en libros, películas y canciones, me decepcionaba pensar que tal vez mi rol no era el del protagonista, sino el de un espectador que no podría vivir todas ellas.
Pero la vida nos enseña, poco a poco, que la mejor historia es la nuestra y que nosotros también somos la suma de esas historias que nos hicieron reír, llorar y recordar. Ahora me doy cuenta de que la manera más fácil de vivir mis sueños de niño es escribirlos y, a través de esas letras, por fin poder habitarlos. Las historias que buscaba afuera siempre estuvieron aquí. Y ahora, cada palabra que escribo es una puerta de regreso a ellas.
Reconozco que he tenido varios días en los que el cielo es gris y me lleno de nubes la cabeza. Días en los que la distancia me abruma con una sensación de soledad. Días en los que incluso casi desconozco a la persona en el espejo, si no fuera por sus ojos. Y la verdad es que la vida no es fácil, pero sí es bella. Hay magia allá afuera, y a veces, si tenemos suerte, logramos sentir cómo nos recorre la piel y nos enciende el alma.
Una luz que me ha ayudado a reencontrar mi camino de vuelta a días soleados, de cambiar el lente y ver la vida con más claridad fue reconocer los pasos de Andercito, de Andertxu, y, de esa manera, tal vez instintiva, entender por qué ahora retumbaban más fuerte que nunca. Desde entonces, he tratado de reconectar cada vez más con mi niño interior y, con ello, creo haber recuperado la habilidad de soñar despierto para construir, de nuevo, esos castillos en el cielo.
Creo que existe un punto en la vida de todo niño en el que crecer y “ser grande” se vuelve la gran aspiración y a veces nuestra obsesión. En aquel momento, estamos listos para dar el salto hacia lo que imaginamos que es ser adulto: quedarnos despiertos hasta tarde, desyunar, comer y cenar helado, salir de casa y explorar el mundo sobre una escoba o un pegaso, buscando dragones que nos acerquen a las estrellas.
Pero crecer también trajo consigo sorpresas que no esperaba. Como entender lo abrumador que puede ser sentir que no encajas en un sitio y lo confuso que es dejar tu casa. O lo difícil que resulta encontrar un propósito que no implique usar capa y volar acariciando las nubes con los dedos. Tampoco imaginaba el vacío permanente de perder a un ser querido. Menos aún lo difícil que es rehacer un corazón que se ha roto.
En fin, que no todo lo bueno dura para siempre.
Viendo mi vida, me considero extremadamente afortunado, y por eso estoy eternamente agradecido. He coleccionado atardeceres infinitos y bailado hasta quedarme dormido bajo la luna. He reído hasta las lágrimas, y he llorado hasta que no tenía más lágrimas que dar. He encontrado amigos en extraños y hasta familia en algunos casos. A otros pocos, una vez queridos, también los he dejado en el camino.
Amé con locura en playas desconocidas y también me he perdido por momentos, revolcado entre las olas del olvido y la amargura. Me he equivocado incontables veces, pero en mis errores encontré algo de sabiduría, y en reconocerlos, creo también haber acertado. He alcanzado algunos sueños y empezado otros que nunca antes habría imaginado.
Y el catálogo de historias sigue creciendo; ojalá que por mucho más tiempo.
Reflexionando sobre mis tres décadas, entiendo que absolutamente todo lo que hemos vivido en esta vida queda atado a nosotros. No como un peso; al contrario, como piñatas o globos de colores y figuras que nos elevan, ligeros y libres, hasta las nubes. De esos que nos gustaban tanto de pequeños. Porque la vida es circular. Como por gravedad, vamos regresando poco a poco a aquello que alguna vez nos sacó una sonrisa, una lágrima o nos abrazó con ternura.
Creo que llevamos dentro un catálogo de todas nuestras versiones a lo largo de la vida. Algunas más presentes que otras, unas con más brillo, otras más opacas, pero al final, todas forman parte de la persona que somos hoy. Vamos, poco a poco, reinventándonos, coleccionando fragmentos de vida, fotografías que nos llenan la cabeza de ideas, con siluetas que habitan la memoria y luz de esa que calienta todo el cuerpo desde el corazón.
Cuantos más cumpleaños pasan, más creo que regreso a la niñez, de la mano de todas mis versiones. Con ello, encontré compañía y paz al saber que mi yo interior estaría orgulloso de ver lo lejos que hemos llegado. Feliz cumple Andertxu, te quiero.
Volvamos a soñar despiertos, que la vida es corta y solo hay una.
p.s. acá les dejo nueva música para empezar el año - shuffle songs is always recommended 🪅🦭
Awsome ❤️